Por: Juan Diego Barrera Arias
La democracia no se limita al ejercicio del voto ni a la existencia de instituciones representativas y participativas; su esencia más profunda radica en el reconocimiento y la protección de la pluralidad, de la divergencia, de lo diferente, de lo antagónico y en particular de la convivencia pacífica de esta disparidad. En una sociedad democrática, la diferencia —ya sea de pensamiento, cultura, identidad, religión, orientación política o social— no solo debe ser respetada, sino valorada como fuente de riqueza colectiva. La democracia no es colectivismo sino individualismo y particularidades que, en conjunto, conforman un todo, una sociedad.
Desde una perspectiva jurídica, la diferencia se convierte en un derecho fundamental. El principio de igualdad ante la ley no implica uniformidad, sino la garantía de que cada persona pueda ejercer sus derechos desde su singularidad. La Constitución, como norma suprema, consagra este principio al establecer que todas las personas son iguales en dignidad y derechos, y que el Estado debe promover condiciones para que la igualdad sea real y efectiva.

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En este contexto, la justicia y las instituciones democráticas tienen una responsabilidad indelegable: salvaguardar la vida de las diferencias, esto implica: i) Proteger a las minorías frente a posibles abusos de las mayorías, ii) Garantizar el acceso equitativo a la justicia, sin discriminación, iii) Diseñar políticas públicas inclusivas que reconozcan y atiendan la diversidad y iv) Fomentar el diálogo social como mecanismo para resolver conflictos sin anular las voces disidentes.
El respeto por la diferencia no es únicamente una obligación del Estado, sino una responsabilidad compartida por cada ciudadano que reconoce la Constitución como el marco normativo que regula nuestra convivencia. En este sentido, es el ciudadano quien, mediante sus acciones cotidianas, se convierte en el principal garante del respeto por la diversidad y la vida. La aceptación del otro, en su individualidad y pluralidad, constituye un acto de compromiso democrático que fortalece el tejido social y promueve una cultura de paz.
Ahora el Estado debe de cumplir sus acciones de protección de esta diferencia. Cuando las instituciones fallan en esta tarea, la democracia se debilita. La exclusión, la discriminación y la censura son síntomas de un sistema que ha perdido su capacidad de integrar la diferencia como valor. Por ello, el rol de jueces, legisladores y servidores públicos debe estar guiado por una ética democrática que entienda que la justicia debe proteger la diferencia, y además actuar activamente para condenar cualquier acto en su desmedro.
En Colombia no hemos aprendido a valorar la diferencia como el mayor pilar de nuestra democracia, los perfilamientos, los señalamientos infundados, el ataque a la persona y no a las ideas, la superioridad moral para atacar al otro y el mesianismo político nos conllevan a que nuestra sociedad todavía divague asesinatos y en el acortamiento injusto de vidas irrecuperables. Le tenemos miedo a aceptar lo distinto, cuando el reto es la convivencia en lo que es ajeno y respetarlo; como lo decía Benito Juárez: el respeto al derecho ajeno es la paz.
En definitiva, la diferencia no amenaza la democracia; la fortalece. Esperemos que los acontecimientos de los últimos días, los desafortunados acontecimientos nos permitan reflexionar que para cambiar el país no es necesario pensar igual, sino que lo necesario es pensar en lo mejor para todos, en lo mejor para Colombia, con propuestas y soluciones para millones de colombianos.
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