Por: Gloria Montoya Mejía
Empezó un nuevo año, y con él, los clásicos propósitos que muchos abandonarán antes de que terminen las ofertas de enero. El inicio de año es como ese gimnasio al que te inscribes con toda la fe del mundo: comienzas lleno de esperanza, pero terminas con la tiquetera en el bolso. Sin embargo, no hay duda, es un buen momento para reflexionar sobre lo que acontece en nuestra vida y en la sociedad.
Por eso quiero compartir esta inquietud que me ha traído el año nuevo: ¿qué pasa cuando la sociedad entera se obsesiona con el “mejoramiento” al punto de que parece un concurso de “Qué tan flaco puedes ser sin desaparecer”? En este mundo de redes sociales y filtros de unicornio, nos venden la idea de que ser joven y delgado es la clave mágica para la felicidad. ¡Y vaya que se lo creen! Todo el mercado ha encontrado su mina de oro en nuestra inseguridad. El menú es simple: “No tome leche, no consuma café, olvídese del licor, diga adiós a las grasas, y si se atreve a mirar un pan, mejor cierre los ojos y rece”. Pero, ¿qué pasa si uno sigue todo esto al pie de la letra? Pues que probablemente termine masticando aire mientras su cuerpo le grita: “¡Dame comidita, por favor!”.Y mientras tanto, nadie está verificando los efectos de esta locura en nuestros cuerpos y mentes. Porque claro, la salud mental también se ve afectada. Nos estamos volviendo un poco locos, ¿o es mi imaginación? Afortunadamente, los famosos que muchos emulan empiezan a hablar de sus trastornos alimenticios como rito de iniciación hacia la debacle mental con la que la mayoría están luchando.
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Pensaba que esto era cosa de mujeres y jóvenes, pero, sorpresa: no discrimina.Miren esto: un amigo me contó que su madre, a sus 80 años, no quiso quitarse la faja ni en sus últimos momentos porque “se vería gorda”. Imagínense, luchando contra la muerte y contra la celulitis al mismo tiempo. También me enteré de que las clínicas estéticas están más llenas que las playas del Atlántico en vacaciones. Personas ganando el sueldo mínimo pero dispuestas a endeudarse y arriesgar la vida para quitarse unos kilos. ¿Prioridades? Bien, gracias.
Incluso en un desayuno de trabajo, un compañero dijo que no iba a comer porque estaba “ayunando” tras un diciembre muy “excesivo”. No estaba en sobrepeso, era evidente, pero nos sacó una foto de cuando tenía 20 años y dijo: “Miren cómo era antes”. Yo no pude evitar soltar: “¿Has visto a alguien de 10 años y luego a los 20? El cuerpo cambia, amigo. Sería raro que no lo hiciera”.
Somos una sociedad adicta a los “regordimientos”. Nos pesa tanto la idea de cambiar con el crecimiento que preferimos ir contra la naturaleza que aceptar que el tiempo pasa para todos. Pero tranquilos, que hay esperanza. En lugar de perseguir espejismos irreales, ¿qué tal si nos reímos un poco de nosotros mismos? Dejemos las comparaciones y aprendamos a disfrutar del pan, del cafecito, y, sobre todo, de la vida. Porque, al final, la felicidad no está en la balanza, sino en la manera en que decidimos querernos, con todo y nuestras perfectas imperfecciones.
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