Por: Juan Diego Barrera Arias
Con el reciente fallo de la Justicia Especial para la Paz – JEP, me queda más que claro que sacrificar la justicia para obtener la paz sólo es un paso a la consecución de nuevas violencias y que en el caso colombiano, no se ha pactado la paz sino una válvula de escape para “lavar” los peores delitos que han ocurrido en el país.
En muchas sociedades, especialmente aquellas que han atravesado conflictos armados o crisis profundas de violencia, se ha instalado una inquietante paradoja: mientras más delitos comete un individuo, más beneficios parece recibir en los procesos de paz. Esta postura ha relegado a la justicia como un obstáculo para la paz, concepción totalmente errónea, dado que sólo la justicia a plenitud puede establecer sociedades pacíficas y reconciliadas, contrario sensu las heridas sólo continuarán ahondándose, prologándose y generando nuevas pero reiterativas violencias de un pasado no sanado, de una paz mal conquistada.

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Esta percepción antedicha, tiene raíces en la tensión entre justicia retributiva y justicia restaurativa (justicia para la paz). La justicia tradicional busca castigar al culpable proporcionalmente a sus actos. Sin embargo, en contextos de conflicto, los Estados suelen optar por mecanismos de justicia transicional, donde el objetivo principal no es el castigo, sino la reconciliación, la verdad y la reparación. En este marco, se ofrecen beneficios jurídicos —como penas reducidas, amnistías o participación política— a quienes confiesen sus crímenes, colaboren con la verdad o se desmovilicen. Pero este enfoque, aunque pragmático, puede generar una profunda herida en la dignidad de las víctimas y en el tejido moral de la sociedad. ¿Cómo explicar que quien ha cometido múltiples asesinatos reciba menos años de prisión que quien cometió un solo delito? ¿Cómo justificar que el criminal se convierta en actor político mientras las víctimas siguen esperando justicia?
La respuesta suele ser que la paz tiene un precio. Y ese precio, muchas veces, es la renuncia parcial a la justicia plena. Se privilegia el fin del conflicto sobre la satisfacción individual de la pena. Sin embargo, esta lógica es peligrosa si no se acompaña de una verdadera reparación, de garantías de no repetición y de un reconocimiento sincero del daño causado y de la dignidad y memoria de las víctimas.
Cuando el sistema premia al criminal por su capacidad de negociación o por el volumen de sus crímenes, se envía un mensaje equivocado: que el delito paga, que la impunidad es negociable, y que la dignidad puede ser moneda de cambio. Esto erosiona la confianza en las instituciones, desmoraliza a las víctimas y perpetúa la violencia. Tenemos que sersensatos como sociedad y aceptar que la paz puede ser negociada pero nunca la justicia; dado que esta última es la garantía para la primera. El mal llamado “proceso de paz” de 2016 sólo está prolongando nuestra violencia como país, dado que las víctimas siguen sin justicia y los terroristas con una impunidad llamada JEP.
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