En las noches tranquilas, cuando el viento baja de las montañas, algunos campesinos juran haber visto tres sombras cruzar el cielo: una llama roja, una chispa blanca y un destello dorado. Dicen que son los tres guardianes recorriendo la tierra que juraron defender.
Por: Sergio A. Restrepo Alzate.
En las madrugadas húmedas de Antioquia, cuando el sol apenas insinúa su rostro sobre las montañas y la neblina se enreda en las ramas más altas, el aire vibra con un sonido: el golpe seco de un pico contra la madera. No es simple ruido; es el tambor del bosque, el pulso de la tierra que aún respira. Dicen los mayores que detrás de ese eco viven tres espíritus alados, tres carpinteros que desde el origen del tiempo cuidan los árboles, el agua y la vida misma.
El primero habita en las selvas cálidas de Urabá, donde el verde es tan denso que el horizonte parece un espejismo. Es el Carpintero Real (Dryocopuslineatus), su plumaje negro brilla con un destello metálico y su cresta roja parece una llama encendida sobre la cabeza. Cuando golpea los troncos, suena como un tambor de guerra, y los campesinos murmuran: “va a llover”. Los abuelos dicen que fue un guerrero convertido en ave por los dioses de la lluvia para anunciar el regreso del agua.

La ciencia, más sobria, explica que ese tamborileo define territorio y atrae pareja. Pero ambos, mito y biología, coinciden en algo esencial: convoca vida. Este carpintero se alimenta de larvas ocultas en la madera, liberando a los árboles de parásitos invisibles. Su lengua, fina y pegajosa, se extiende como una cuerda elástica que extrae insectos del tronco. Y al tallar sus nidos, deja cavidades que más tarde ocupan búhos, ardillas y murciélagos. Por eso, donde habita el carpintero real, el bosque florece y se renueva.
Más al Occidente y Suroeste, donde los cafetales se funden con robledales, vive un personaje diferente: el Carpintero Bellotero (Melanerpes formicivorus), su historia está marcada por el fuego. Los pueblos emberá cuentan que robó una chispa del trueno para dársela a los hombres, y por ello fue condenado a trabajar sin descanso, perforando los árboles para esconder su botín. Desde entonces, su vida es una danza incansable entre ramas y troncos.
De cabeza roja y pecho blanco y negro, el bellotero parece un bufón del bosque, curioso y vivaz. Pero detrás de su aspecto alegre se esconde una mente notable. A diferencia de otros carpinteros solitarios, el Bellotero vive en comunidad: familias enteras cooperan para guardar semillas, frutas e insectos en cientos de pequeños agujeros que excava con paciencia. Es un verdadero agricultor alado. Gracias a su hábito de almacenar alimento, dispersa semillas y ayuda a regenerar los bosques. Donde el bellotero trabaja, la vida se propaga.
Al atardecer, su tamborileo alegre se mezcla con el rumor de los arroyos. Su ritmo no tiene la solemnidad del carpintero real, sino la cadencia de una fiesta natural. Los campesinos lo llaman “el sembrador del trueno”, porque allí donde golpea, el bosque vuelve a brotar.



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Más arriba, donde la montaña se cubre de neblina y el aire se vuelve delgado, habita el más discreto de los tres: el Carpintero Andino (Colaptes rivolii), su pecho dorado brilla con la luz de las mañanas frías, y su dorso verdoso se confunde con el musgo de los troncos viejos. No golpea con fuerza, sino con un ritmo pausado, casi meditativo, como si orara por los árboles.
Los viejos dicen que su canto marca el paso de las estaciones y que, cuando un bosque muere, el Andinogolpea una última vez para despedirlo. Su vuelo bajo, silencioso, atraviesa los claros del bosque de niebla como un pensamiento que se desliza entre los sueños del monte. Se alimenta de hormigas y escarabajos que busca en el suelo húmedo, removiendo la hojarasca con precisión. Al hacerlo, oxigena la tierra y controla las poblaciones de insectos. Es un artesano paciente, un equilibrio viviente.
Así, entre el trueno, el fuego y la niebla, los tres carpinteros tejen su destino común: mantener vivo el corazón del bosque antioqueño. Sus vidas, aunque distintas, están unidas por un prop ósito invisible: crear, renovar, conservar. Son los relojeros de la naturaleza, marcando el pulso del ecosistema con el repique de sus picos.
En estos mismos paisajes de Urabá, Occidente y el Suroeste antioqueño, donde los tres guardianes sobrevuelan entre árboles y cafetales, se abre una gran oportunidad: el aviturismo. Cada golpe de pico, cada vuelo escarlata o dorado, puede convertirse en un llamado para quienes buscan conocer, fotografiar y proteger la vida silvestre. El turismo de observación de aves no solo impulsa la economía local, sino que transforma a comunidades enteras en guardianas del bosque.
Cuidarlos es proteger la voz del bosque. Conservar los árboles maduros, restaurar los corredores biológicos y frenar la deforestación son actos que van más allá de la ecología: son gestos de gratitud hacia quienes aún nos enseñan a escuchar.
Y si uno se detiene al amanecer, entre la bruma delOccidente, el Suroeste o los árboles altos de Urabá, y escucha atentamente, quizá oiga el sonido que nunca se apaga: un golpe seco, luego otro, y otro más. Es el corazón del bosque latiendo. Son los tres carpinteros, los mensajeros del monte, recordándonos que la vida aún persiste, golpe a golpe, tronco a tronco, en las montañas vivas de Antioquia.
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