Por: Sergio A Restrepo Alzate
Crónica desde el corazón de Dabeiba, Antioquia
En el sector conocido como La Llorona, en Dabeiba, la naturaleza parece haber firmado un pacto con lo sobrenatural. Las montañas respiran como si tuvieran memoria propia; los ríos murmuran con un lenguaje tan antiguo que ningún humano ha logrado traducir por completo; y los vientos, cuando descienden por las laderas, cargan historias que erizan la piel aun al caminante más escéptico.
Aquí, en este reino de verdes infinitos y neblinas que se deslizan como espectros amables, la vida silvestre encuentra un refugio que desafía el tiempo. Entre todas las criaturas que dominan el cielo, ninguna es tan majestuosa ni tan simbólica como la Ara militaris, la guacamaya verde y azul que parece pintada directamente por los dioses del trópico.
En La Llorona, cada amanecer irrumpe con un ritual que solo la montaña puede oficiar. Las nubes se recogen lentamente como cortinas de un teatro natural y dejan ver cañones profundos, árboles centenarios y laderas donde la vida se aferra con fuerza. Es en ese momento, cuando la luz apenas toca las copas más altas, que el primer grito de la guacamaya atraviesa el aire.

Un grito profundo, metálico, casi ancestral, un llamado que parece romper un sello invisible entre lo humano y lo sagrado.
La Ara militaris, perseguida tristemente de gran parte de su territorio por el comercio ilegal, aún sobrevive aquí: verde brillante, alas azules que reflejan el cielo, vientre dorado que enciende el amanecer, cola roja y azul que deja un trazo de luz en cada vuelo. La montaña la acoge, la celebra, la protege, como si la considerara una mensajera de su propio corazón.
Entre los recodos de estas montañas, algunas familias campesinas han aprendido a convivir con esa magia natural. La Granja del km. 5, sus huertas pan coger respiran al ritmo del clima y los estanques donde crían peces reflejan el cielo con una serenidad casi ritual.
En ciertos puntos del camino, entre brisas frías y aromas de tierra fresca, aparece un estadero humilde y acogedor: allí se sirven platos típicos preparados con productos nacidos en el mismo suelo que sostiene la montaña. No es un lugar que interrumpa el paisaje; al contrario, se disuelve en él, como si siempre hubiera estado ahí.
Sin embargo, ni los cultivos ni los fogones logran robarle protagonismo al verdadero espíritu del sector: la leyenda que dio nombre al lugar.
La Llorona que no llora, Una leyenda que nace de la selva, no del miedo
A diferencia de otras regiones del país, donde la Llorona es un alma en pena que vaga entre ríos, aquí la historia es distinta. Más salvaje. Más antigua. Más poderosa.
Dicen los abuelos que, mucho antes de que hubiera caminos, fincas o caseríos, el cañón estaba habitado por una mujer que no era exactamente humana. Algunos la llamaban Yaruma, otros la nombraban La Madre del Eco, pero con el tiempo, los colonos la rebautizaron como La Llorona del Monte. No porque llorara, eso jamás, sino porque su llamado resonaba en toda la montaña como un lamento gigantesco, capaz de mover las hojas, espantar animales y, paradójicamente, atraer la vida.

Era una figura alta, de cabello oscuro que caía como cascada nocturna, y ojos color jade que brillaban aun en la espesura. Su caminar no dejaba huellas, pero las aves guardaban silencio al verla pasar, como si reconocieran en ella a una protectora. Según la tradición oral, Yaruma tenía la facultad de conversar con los seres del bosque: jaguares, serpientes, ríos, árboles y, sobre todo, las guacamayas.
Una de las historias más narradas señala que, en un tiempo ya lejano, un grupo de hombres ingresó al cañón con jaulas para capturar guacamayas. Buscaban venderlas muy lejos, arrancándolas de sus árboles y de su cielo.
Cuentan que aquella noche la montaña misma pareció enfermar: el aire se tornó frío, los animales se escondieron y hasta el río, que siempre habla, guardó silencio.
Y entonces ocurrió. Yaruma emergió desde la neblina, con el rostro iluminado por un fuego que no era humano. Algunos dicen que sus ojos ardieron como minerales líquidos; otros aseguran que sus pies no tocaban el suelo. Lo cierto es que los hombres, al verla, sintieron que algo primitivo despertaba en su interior: miedo, respeto, o tal vez la certeza de haber invadido un territorio sagrado. La mujer abrió los brazos y lanzó su llamado. Un sonido profundo, desgarrador, imposible de olvidar.
Las jaulas se rompieron como si fueran de barro húmedo, y las guacamayas, liberadas, ascendieron al cielo en un torbellino de colores. Los hombres huyeron despavoridos, tirando herramientas, lámparas y hasta la cordura. Desde entonces, ningún captor volvió a internarse en La Llorona.
Los habitantes actuales aseguran que, en noches de neblina espesa, puede escucharse aquel llamado, no un llanto, sino un eco grave y poderoso, que recorre la montaña para recordar que este territorio tiene dueña.
Y dicen que cada vez que una Ara militaris deja caer su grito en lo alto del cañón, lo hace en honor a la mujer que una vez rompió las cadenas y devolvió el cielo a sus hermanas de vuelo.
Hoy, La Llorona sigue siendo ese lugar donde la naturaleza no es decorativa, sino protagonista. Donde cada cosa parece haber sido puesta con intención. Donde el aire huele a tierra mojada, y donde el sonido de la guacamaya no se escucha: se siente.
Quien visita estas montañas descubre que la leyenda no es un cuento para asustar niños, sino un recordatorio solemne de que hay lugares que todavía pertenecen al misterio.
Aquí, los cultivos crecen escuchando el viento, los peces nadan en silencio ritual, los fogones perfuman el camino, y las aves, orgullosas, siguen trazando en el cielo la firma indeleble de Yaruma.
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