Por: Gloria Montoya Mejía
El sol de agosto parecía eterno. La luz era intensa y el calor seco, sin la más mínima brisa que aliviara el ambiente. El cielo, tan azul como aquellas antiguas tardes cuando Medellín aún se ganaba el título de “ciudad de la eterna primavera”. A las afueras de la iglesia de San Joaquín, los autos se alineaban con un orden solemne, mientras una multitud, seguramente venida de todos los rincones del occidente antioqueño, se congregaba para despedir a una matrona de esas que ya no abundan: Misia Ana Lucía González Mira.
Al cruzar el umbral de la iglesia, el aire se impregnaba de una melancolía compartida. Las páginas del libro sagrado, a pesar de la ausencia de viento, parecían moverse como si algo invisible las acariciara, forzando al sacerdote a seguirlas. Un recordatorio sutil de que aquellas palabras, que tantas veces hemos oído, estaban más vivas que nunca en ese momento. Sabía de las bodas en Caná y del funeral de Lázaro, pero me sorprendió cómo, en esta despedida, la vida de Misia Ana Lucía parecía estar relatada en las mismas escrituras que se leían en su honor.
Todo comenzó con un eco profundo:
Proverbios 31, Elogio de la mujer virtuosa.
“Mujer virtuosa, ¿quién la hallará?
Porque su estima sobrepasa largamente a la de las piedras preciosas.”
Mientras esas palabras resonaban, no podía evitar pensar en las mujeres que me precedieron, en aquellas que formaron mi hogar. Mujeres de manos fuertes y corazones pacientes, que, como Misia Ana Lucía, eran la columna vertebral de todo lo que nos sostenía. Mujeres cuyo valor iba más allá de lo tangible, más allá de las piedras preciosas, como bien decía la lectura.
Al observar a mi alrededor, me pregunté qué estarían pensando las mujeres modernas. Para muchas, este retrato de virtud, tejido con hilos de sacrificio, servicio y entrega, podría parecerles distante, incluso incómodo. Vivimos en tiempos distintos, donde las expectativas sobre nosotras han cambiado. Pero en ese instante, mientras las lágrimas corrían sin freno por las mejillas de sus nietos y nietas, no cabía duda de que la pregunta, “¿quién hallará a la mujer virtuosa?”, había encontrado su respuesta.
La hallamos en Misia Ana Lucía, en su vida entregada a los suyos, en el legado que dejó en su comunidad, reflejado en cada rostro que la lloraba compungido. Y cuando sus nietos, con la voz quebrada y el corazón en la mano, le dijeron: “Abuelita querida, siempre estarás en mi corazón”, supe que, aunque los tiempos cambien, algunas verdades permanecen inmutables. Pues como dice el poeta Francisco Luis Bernárdez: Porque, al final, de todo he comprendido que lo que el árbol tiene de florido vive de lo que tiene sepultado. Siempre seremos lo que los viejos entre consejos y abrazos han hecho de nosotros.