Cien años de soledad, un espejo eterno

Por: Gloria Montoya Mejía.

Al abrir las páginas de Cien años de soledad, siento una gratitud infinita hacia Gabriel García Márquez, el genio que tejió con palabras el alma de Macondo, y hacia quienes tuvieron la audacia de llevar esa magia a las pantallas. Antes de conocer la obra, cuando apenas era una joven que oía hablar del realismo mágico, tenía la idea de que Macondo era un lugar imaginario, un rincón imposible de este mundo. Qué asombro fue descubrir en sus líneas la resonancia de Antioquia, mi tierra, latiendo en cada detalle.

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En la saga de los Buendía, encontré ecos de nuestras tradiciones, esas costumbres ancestrales que nos unen al pasado. La práctica de los matrimonios entre primos, tan común desde la Colonia, se despliega en la novela como un hilo que ata generaciones. Mi propia memoria se entrelaza con la de Úrsula Iguarán cuando trajo al mundo al primer Aureliano, el que lloró en el vientre antes de nacer. ¿Cómo no recordar entonces la historia de mi madre, que aseguraba haber sentido a mi hermana Ligia llorar en su vientre? El pueblo lo interpretó como un presagio, una advertencia del destino, como si el mito y la realidad se confundieran en ese instante.

La llegada de Melquíades y su tribu de gitanos despertó en mí recuerdos dormidos. Me vi niña otra vez, en el Valle de Aburrá, observando a esos viajeros misteriosos que montaban sus carpas en los parques vacíos. Traían consigo el hechizo de lo desconocido: lecturas de cartas, espectáculos encantadores que fascinaban a los niños pero inquietaban a los adultos. ¿Qué fue de ellos, esos gitanos que un día echaron raíces en Itagüí, devorados por la expansión urbana? Quizá esperan, como tantos recuerdos, ser rescatados por una historia que aún no se ha contado.

Como en Macondo, mi hogar fue siempre un refugio para todos. Primos, vecinos, conocidos de pueblos lejanos llegaban buscando estudio, trabajo o simplemente un lugar donde soñar. Se les ofrecía una taza de aguapanela y un espacio humilde para descansar. En nuestra casa convivían las risas y los fantasmas, las historias y los velorios en la sala. En ese caos familiar también vibraba el misterio, esa conexión con lo invisible que parecía susurrar desde las esquinas.

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No puedo evitar pensar en mi padre cuando leo sobre las invenciones de José Arcadio Buendía. Mi papá, con su espíritu emprendedor, siempre tenía una idea nueva, un proyecto audaz que ponía a prueba la paciencia de mi abuelo. Pero, a diferencia del patriarca de Macondo, nunca se dejó tentar por la política. Para él, como para el coronel Aureliano Buendía, las disputas entre conservadores y liberales eran solo un juego de apariencias, una misa a las seis y otra a las ocho. Prefería soñar en grande, pero sin complicarse con los desvaríos del poder.

Leer Cien años de soledad fue como mirarme en un espejo encantado, uno que reflejaba no solo mi historia familiar, sino la esencia de tantos pueblos que conforman nuestra identidad. En sus páginas descubrí la riqueza de lo que somos: una mezcla única de magia y humanidad que nos define como colombianos. Macondo no es simplemente un lugar ficticio; es un símbolo eterno de nuestros sueños, nuestras contradicciones y nuestra infinita capacidad de reinventarnos. Su grandeza radica en su universalidad: Macondo es Jericó, Sonsón, Armenia, la familia Madrigal de la película Encanto, o cualquier rincón de Colombia donde la vida late con fuerza, recordándonos de dónde venimos y hasta dónde podemos llegar.

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