RECUERDOS DE NUESTROS PUEBLOS (2)

Por: Balmore González Mira 

Como no había celular, ni computadores ni televisión ni energía eléctrica permanente, la vida se convertía en un mundo de invento de juegos y actividades tan básicas y divertidas, que las nuevas generaciones no soportarían un día con ellas. Leer fragmentos de libros, hacer concursos de autores de los mismos y de cultura general; amarrar dos tarros con pequeños huecos  en sus bases y a través de una cabuya de 30 ó 40 metros hacer los teléfonos manuales más innovadores y modernos de aquella infancia. Cuando instalaron los primeros teléfonos residenciales era frecuente que uno le dijera al vecino con el que estaba en la calle jugando que se fuera para su casa, la cual estaba a 10 ó 20 metros, para llamarlo por teléfono, y esa conversación era motivo de alegría. Lo simple se convertía en toda una novedad para celebrar.

Jugar con tapas de las gaseosas, las cuales eran un gran insumo para los diferentes artefactos que se elaboraban, desde panderetas hasta monedas imaginarias; las cajetillas de cigarrillos vacías hacían de billetes de diferentes denominaciones para los juegos infantiles de compra y venta de fincas, casas y carros también imaginarios; y ni que decir de los carros de rodillos y las tablas que untabamos de parafina (pedazos de vela), las cuales se deslizaban en la primera calle “encementada” del pueblo y que nos dañaba la ropa y los zapatos que tuviéramos puestos y que al llegar a la casa, las mamás con sus castigos con chanclas y correas nos hacían pasar de la alegría al llanto.

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Las carretas eran también un motivo de juego para muchos, y para otros el medio de sustento, con la carga de bultos, canastas de mercado y hasta trasteos. Cuando llegaban los camiones escalera (chivas) de los corregimientos y veredas, los carretilleros se agolpaban a su lado y de allí salían los bultos de maíz, frijol, café, arracacha, yuca y los racimos de plátano y bananos para las diferentes casas o negocios. 

El día domingo salíamos al mercado en la plaza principal, con el dominguero puesto (el mejor vestido que teníamos) y allí había exhibidos muchos de estos productos traídos del campo; en otro lado las carnicerías con su productos al aire libre y por lo general en otro ladito del parque había quienes hacían nuestras delicias: un culebrero botando corriente, con una culebra que jamás sacaba de un cajón; una gitana leyendo la mano y el futuro de las personas; un rebuscador con un tendido en el piso y con los famosos envueltos sorpresas en los que salían bolitas llenas de aserrín pegadas con un tiritas elásticas, muñecos y carritos, etc. Un vendedor de algodón y otro de conos en un carrito con motorcito autónomo (jamás imaginamos que ahí estaban los primeros carros con autonomía); los dulces arranca muelas, los dulces con una frase de amor o de adivinanza y los globitos y muchas más chucherías eran el 

deleite de lo que parecía una feria cada ocho días en nuestros pueblos. Una verdadera feria. Cuento aparte merecería lo que pasaba con la llegada de los circos y las ruedas chicagos a nuestros pueblos.

Los domingos eran unos días tan especiales que también arrancaban con el matiné, a las 11 una película de muñecos y a las 3 de la tarde la película de vespertina, de la vaqueros, del Oeste o la de Bruce Lee, o la de humor de Capulina y Viruta, y la infaltable de pistoleros dónde Dyango y Trinity eran los favoritos, con Franco Nero en el mejor cartel.

Comenzaba el lunes y no sabíamos de días festivos, excepto la Semana Santa y las vacaciones de mitad de año y de navidad. Los festivos eran los de guarda, dónde la iglesia católica comandaba nuestra fé.

Los días de nuestros pueblos y las historias por tradición oral de padres y abuelos, hacían las delicias de las tardes. Sin energía, sin televisión y sin teléfonos.

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